sábado, 1 de enero de 2011

El humor es la forma menos violenta de vivir

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- José María Herrera

Un lector —no usted, el otro- me ha reprochado que trate de cosas serias con ligereza. “No está el patio para chistecitos”. ¿Y qué quiere que haga?, le he preguntado. “Hable usted en serio, aunque sea del humor”. El reto me ha parecido bien y este es el resultado.

El concepto de humor apareció en el círculo de Hipócrates, el gran médico de la antigüedad, aunque con un sentido diferente del que ahora tiene. Hipócrates sostuvo que los cuatro elementos fundamentales de la naturaleza (fuego, tierra, agua y aire) operan dentro de cada organismo como sustancias fluidas a las que denominó “humores” (sangre, linfa, atrabilis o bilis negra y bilis amarilla), y que su mezcla en proporciones diversas es causa tanto de la disparidad física entre los individuos como de sus diferencias de temperamento.

Partiendo de esto, clasificó a los hombres en cuatro tipos: sanguíneo, linfático, atrabiliario y colérico.

El tipo sanguíneo tiende a ser jovial; el linfático, caprichoso e inestable; el atrabiliario, irascible; y el colérico, violento e impulsivo.

La clasificación gozó durante siglos de prestigio indiscutido. Tal fue, de hecho, su éxito (al que contribuyó la astrología asociando humores y temperamentos a la influencia de los planetas) que tuvo que transcurrir más de un milenio para que alguien la pusiera en duda; algo que explica la evolución de la palabra “humor”, que de ser un líquido del cuerpo pasó a designar la índole anímica de las personas y, luego, cuando el temperamento fue vinculado a otros factores distintos de los corporales, un modo peculiar de relacionarse con las cosas.

No es fácil marcar con exactitud el momento en que esto sucedió. Todavía en 1504 Durero asoció en un grabado -Adán y Eva- el pecado original a la ruptura del equilibrio humano fruto de la disgregación de los cuatro humores. La crisis de la doctrina griega coincidió en cualquier caso con el proceso de secularización que cambió por completo el alma europea. Si existe un orden en el que no cabe el humor, un orden donde todo es como debe ser, es el orden teocrático o religioso, en el que toda desviación-¿y qué otra cosa es el humor?- se considera una burla, una profanación, un sacrilegio.

El hombre ha sido caracterizado de innumerables maneras: como animal que habla, como animal que razona, como animal que trabaja y, también, como animal que ríe. La risa es consustancial a él, pero no es lo mismo la risa que el humor. Si la risa se desata de repente ante una situación cómica, fruto, como decía Bergson, de la contraposición entre lo habitual y lo insólito, el humor constituye una actitud, una manera de afrontar la realidad que cuenta siempre con la eventualidad de que ésta sea de otra forma a como la pensamos, de que uno mismo sea también de otra forma. Por eso tampoco es humor la burla, la chanza, la sátira, tal y como aparecen por ejemplo en la comedia griega.

El pueblo griego fue un pueblo risueño, pero su risa es principalmente mofa. Los griegos se burlan de la cabeza apepinada de Pericles o del pensadero donde Sócrates, en Las Nubes, vende ideas como si fueran lechugas, pero no se ríen del dolor, de las pesadumbres de la existencia, de la muerte. No les falta alegría, jovialidad o desinhibición, les falta humor, esa actitud de distanciamiento que se ha cultivado intencionadamente en Europa desde la época moderna.

Claro que para que tal distanciamiento llegara a ser una necesidad, el hombre tuvo antes que tomarse tan en serio como para creerse el sostén de la realidad. No es casual, desde luego, que en el momento en que Descartes descubría la omnipresencia de la conciencia, Cervantes arrojara al mundo a Don Quijote, un loco que lo cubre todo con su pasión.

El evolucionismo presume de haber puesto al hombre en su sitio al negar la doctrina que lo consideraba centro de la creación. Su nuevo sitio no es, sin embargo, un sitio inferior. Aunque proceda del mono —a ciertos efectos es preferible venir del mono que hacerlo de Dios, ser un progreso y no una degradación- ha ido apropiándose de la naturaleza hasta el punto de considerarse su dueño.

Se diga lo que se diga, nunca ha tomado la humanidad tan en serio su posición en el mundo como en la época moderna y, por eso, ninguna otra época ha necesitado tanto de ese distanciamiento. El humor es el contrapeso de la filosofía, la ciencia y el Estado modernos. Cultivado sobre todo por la novela, único género capaz de mostrar que la omnipresencia de la conciencia es también la omnipresencia de la necedad, ha acabado convirtiéndose en una suerte de defensa contra el totalitarismo de una razón que sólo se conforma con el pleno dominio.

El humor es la forma menos violenta de vivir en guerra con el alma de una época que aspira a ponerlo todo bajo control. Gracias a él, a su capacidad para desviarse de las rutas prefijadas, se muestra siempre lo que generalmente se olvida: que nuestra manera de ver las cosas no son las cosas, sino una forma de apresarlas, de subyugarlas, de perderlas e, inevitablemente, de perdernos con ellas. ¿Será exagerado entonces creer que se trata de una virtud y no de un vicio banal?

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